Supusieron algunos ingenuos que quien visitaría México sería el mismísimo Arcángel San Miguel y no el humilde Papa Francisco. Esperaban que el Jefe de las Milicias Celestiales acometiera con su flamígera espada contra los corruptos apropiados del poder y la riqueza en nuestro país, Enrique Peña Nieto el primero. Suponían que nombraría y echaría al fuego eterno, uno por uno, a los funcionarios públicos, los empresarios y los presbíteros que se han enriquecido a costa de la explotación y el sufrimiento de los más pobres. Por supuesto que para ellos la estancia de Jorge Mario Bergoglio entre nosotros fue una enorme decepción.
Hay otros, los llamados correctos, que se solazan ahora mismo de que esas mismas expectativas no se hayan cumplido. Para ellos es vital la posibilidad de cuestionar las supuestas omisiones papales como sustento de sus posiciones radicalmente críticas frente al gobierno. Es su razón de ser. Ahora podrán afirmar –ya lo hacen— que el Papa omitió temas “incómodos” para el gobierno de Peña Nieto, incluida la “casa blanca” de Reforma, como fruto de una negociación en lo oscurito entre el Vaticano y las más negras fuerzas políticas de este país, a cambio de pisotear nuestro sacrosanto Estado laico.
La verdad es que el Papa Francisco fustigó desde su primer discurso, con su lenguaje llano y su tono suave, la injusticia, la corrupción y la violencia que flagelan a nuestro país. Y por ende a sus causantes. No se refirió a los 43 normalistas de Ayotzinapa pero sí, enérgicamente, a los millones de jóvenes mexicanos que ahora mismo están en riesgo de ser también víctimas de esas infamias, que incluyen el secuestro y la muerte. Tampoco mencionó en particular los centenares de feminicidios de Ciudad Juárez, Ecatepec y otras localidades, pero advirtió de la persistencia de estructuras sociales y económicas que hacen posibles esos crímenes. No pronunció siquiera la palabra pederastia –que ha condenado de manera reiterada, rotunda, como lo hizo nuevamente en el avión de regreso a Roma– pero pidió a los niños no dejarse pisotear por nadie. En lugar de hacer un recuento de las atrocidades sufridas por los migrantes, denunció a detalle las condiciones que obligan a miles y miles de seres humanos a buscar con riego de su vida oportunidades de supervivencia lejos de su tierra y los abusos de que son víctimas tanto en nuestro país como en Estados Unidos.
Al margen de esos temas llamados controvertidos o comprometedores la visita del Pontífice jesuita tuvo a mi juicio su gran valor en la definición de una Iglesia recuperada para los pobres. Ese sentido tuvo la reprimenda a los obispos mexicanos por sus desviaciones hacia la comodidad, la opulencia, el chisme y la complicidad con los poderosos, que marcó de entrada su posición severa frente a quienes en lugar de siervos se consideran y viven como príncipes.
En lo personal, el mayor aporte de la visita de Bergoglio fue la reivindicación absoluta y subrayada de la opción preferencial por los pobres. Sin necesidad de pronunciar nunca esta frase, ni hacer alusión directa a la Teología de la Liberación, el Papa rescató valores esenciales de la vocación cristiana de la Iglesia con su presencia y su mensaje ante millares de indígenas en San Cristóbal de la Casas. En una homilía histórica, reconoció la primacía del compromiso social de los católicos con los más los explotados, los marginados, los despojados.
Un párrafo de su homilía ante representantes de las etnias tzotzil, tzeltal, chol y tojolabal, cuyas lenguas participaron en la liturgia, resume a mi juicio toda la importancia de su viaje a México:
“Muchas veces, de modo sistemático y estructural, sus pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, su cultura y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaban. ¡Qué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡Perdón! El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita”.
Reivindicó Francisco con esas palabras a las culturas indígenas de todo el continente, pero también la labor que por décadas han realizado en esas tierras chiapanecas cientos de sacerdotes, diáconos y catequistas, de manera destacada los propios jesuitas de la misión de Bachajón qué el conoció en los años setenta. Y en especial, la figura del tatic Samuel Ruiz García, ante cuya tumba en la catedral de San Cristóbal de manera elocuente oró por varios minutos. Lo acompañó, en otro acto harto significativo, el actual obispo dominico de Saltillo, Raúl Vera López, que fuera coadjutor de don Samuel en los tiempos en que éste fue difamado y segregado por la Iglesia romana, acusado por el gobierno de Ernesto Zedillo de promover una “ideología de la violencia”. No puede olvidarse que el Papa Juan Pablo II le prohibió al obispo de San Cristóbal la ordenación de diáconos casados, veto que se mantuvo durante más de 15 años hasta que fue levantado precisamente por el Papa argentino.
Eso, y no la supuesta condena pública de algún personaje notable, es lo trascendente de la visita papal. La renovada definición de una Iglesia católica verdaderamente comprometida con los pobres y marginados seguramente tendrá un efecto transformador, que por supuesto no puede ser inmediato. Afortunadamente fue el manso Francisco el que vino a traernos este mensaje de verdadero amor y no el bélico San Miguel con su espada de fuego que castiga pero no redime. Válgame. Twitter: @fopinchetti