Si alguien necesitara un ejemplo más de los peligros que representan los excesos del poder sindical, le recomendaría que echara un vistazo a Los Ángeles. La ciudad celebrará hoy la primera vuelta electoral para encontrar a su próximo Alcalde, que sustituirá al polémico Antonio Villaraigosa. Como prácticamente todo California, ésta es una ciudad completamente demócrata. De los cinco candidatos principales, tres son demócratas, uno es un republicano moderado y atípico y el último es un joven idealista que viene de la iniciativa privada. Todos están mayormente de acuerdo en los grandes temas. El resultado ha sido, primero, una elección muy aburrida. Para Univisión platiqué con los dos punteros: Eric Garcetti y Wendy Greuel. Ambos comparten orígenes ideológicos, propuestas y un sentido extremo de la precaución en campaña. El sistema electoral de Los Ángeles y la dinámica propia de la democracia moderna han transformado a ambos candidatos en meros repetidores de frases hechas, políticos de una oquedad asombrosa. A nadie sorprende que la elección se haya vuelto casi un ejercicio de simulación: a la ciudad le irá bien si se presenta a votar 30 por ciento del electorado. De ese calibre es la falta de interés.
Pero hay otro factor además de la cautela natural que explica la intrascendencia de los candidatos a la alcaldía angelina. Como pocos lugares de Estados Unidos, esta ciudad y, sobre todo, su sistema político han enfermado de sindicalitis. El poder de los sindicatos es tal que en realidad ejercen un derecho de veto no sólo en cuanto a quien gobierna la ciudad, sino, asunto crucial, cómo la gobierna. El poderosísimo sindicato de maestros, por ejemplo, define como le viene en gana las políticas de despido de sus miembros. Esto ha dado pie a una crisis mayúscula en la educación local. En la década pasada, Los Ángeles perdió millones de personas que se fueron a otras ciudades del país en busca de una vida mejor. De acuerdo con varios diagnósticos, ese éxodo se debió sobre todo a la paupérrima calidad de la educación pública aquí. El sindicato, por ejemplo, protege a maestros de larga carrera aunque sean malos y estén desmotivados: prefiere despedir mejor a jóvenes entusiastas pero con poca historia en el sindicato. El escándalo ha llegado a asuntos peores, como la protección a maestros pederastas en distritos eminentemente hispanos. El gobierno de la ciudad ha intentado cambiar las cosas, pero el sindicato se ha vuelto un ogro voraz, amenazando a todos los que osan cuestionar su legitimidad y el tamaño de su poder. Lo mismo ocurre con otros sindicatos públicos, como el que representa a los empleados de la alcaldía o los servicios de agua y energía de la ciudad. Todos se han blindado a base de influencia política y mucho dinero. Sólo en esta elección los sindicatos han invertido millones de dólares en las campañas de los candidatos que les apetece. Varias partes de la ciudad están llenas de anuncios espectaculares pagados por los sindicatos promoviendo candidaturas. Greuel y Garcetti parecen más interesados en obtener la venia de los distintos sindicatos que en seducir votantes. El resultado es una elección en la que los candidatos han sido sutilmente —y no tan sutilmente— comprados precisamente por los intereses que deberían combatir. “Es la perversión de la democracia”, me dijo hace un par de días un colega de Los Angeles Magazine. Tiene razón.
La lección es evidente. Aquí, el poder sindical —fundamental y necesario en la proporción correcta— creció hasta volverse un gigante despótico. Los líderes sindicales sienten que tienen la capacidad de amenazar abierta e impunemente a los políticos. Y los políticos —que prefieren defender la posibilidad de triunfar al ejercicio del más mínimo valor cívico— han doblado las manos. Quienes han estudiado la vida moderna de esta ciudad calculan que es casi imposible que alguien logre ganar una elección enfrentando a los sindicatos: son simplemente demasiado poderosos. En más de un sentido, se han comido la ciudad.
La moraleja se escribe sola.