Tocaron a mi puerta un día. Yo no andaba de tan buen humor que se diga. Eran las siete de la mañana y el cerebro se despabilaba apenas. Iniciaba el día y en esa circunstancia uno no tiene la paciencia suficiente como para andar atendiendo a cuanta alma se aproxime.
El timbre sonó tres veces. Por un agujerito de la puerta –precaución antes que nada-, observé que era un adulto acompañado de un chamaco los que impacientes esperaban a que la entrada se franqueara.
Decidí asomar de pronto. Cofiésome: Ganas de mandarlos al demonio no me faltaban. Me contuve sin embargo cuando vi el rostro angustiado de ese tipo. Bajé tantito la vista y la cara de su hijo terminó por desarmarme.
No esperó mucho. A bocajarro me envió el misil más poderoso que tenía. Sabía que sí conseguía tocar un punto neurálgico de mi sentimiento tendría ganada la batalla. “No tengo un peso en el bolsillo –dijo-, ni yo ni mi hijo hemos comido desde anoche, ¿podría darme algún trabajo? El que sea. A cambio usted también podrá darme lo que sea. Treinta, cincuenta pesos, lo que usted disponga”.
Me contuve. Hice a un lado mi enfado. Los miré detenidamente. No era necesario ser un observador experimentado para notar que la vida había sido extremadamente cicatera con ellos. Era claro que sus cabellos no habían conocido peine en varios días y, si me apuran, podría jurar que, igual, llevaban varios días sin bañarse.
Me conmovió más el chamaco, por supuesto. Y por eso no lo pensé tanto para decirle que pusiera manos a la obra y desyerbara el frente de mi casa. El tipo no lo dudó un instante. Sacó un machete muy deteriorado y dio inicio a la chapeada.
El chaval, de no más de ocho años, jugaba entretanto con unas piedras a las que había implementado a manera de canicas.
Yo los observaba con detenimiento. Tejí mil historias en mi mente y al final ninguna pudo amoldarse a lo que mis ojos estaban presenciando. Imaginé a ese padre y a su hijo saliendo a la calle todos los días en busca de unas cuantas monedas para mitigar su hambre. Imaginé al chamaco, ya con dos o tres años de más, buscando otras formas no tan convencionales para tener suficiente dinero en los bolsillos.
Ahí, en esos precisos instantes, decidí tomar en una especie de adopción a ese cristiano y a su hijo. Me propuse darle qué hacer cada vez que me buscara.
Y no tardaron en regresar de nueva cuenta. ¡Riiiing!, sonaba mi timbre con insistencia en las mañanas y sabía que era ese personaje desvalido que me tocaba de nueva cuenta el sentimiento.
A veces exageraban. Iban hasta tres veces a la semana y eso ya no me gustaba. Llegué a pensar que me estaban agarrando de “pavito” (cicatero que es uno a veces).
Un día no les abrí la puerta. El tocó tres veces el timbre y luego se dio la vuelta. A lo lejos vi su silueta y la de su hijo perderse en una de tantas calles del fraccionamiento en el que vivo.
Al día siguiente, por la mañana –el martes pasado-, como ya era costumbre, mi timbre sonó tres veces. Asomé exasperado. “Ahorita sí lo mando a la fregada”, me dije encolerizado. De pronto veo que sólo era el chamaco. Su padre no lo acompañaba. Con rostro triste, el chico me dijo: “Vine a ver si me puede dar 50 pesos. Ayer agarraron a mi papá unos policías y se lo llevaron. Lo están confundiendo con su hermano. Mi tío es un ladrón. Cuando se aclare y mi papá salga de la cárcel, vendrá y le devolverá su dinero”, me dijo con esa inocencia con la que sólo puede actuar un chico con tan escasos años.
Y yo, que ando haciendo esfuerzos desesperados por ganarme el cielo –a contra reloj voy desesperadamente-, deposité el dinero entre sus manos.
A ciencia cierta no sé la historia. Ignoro cuál sea la trama de ese caso en particular. No sé si a este corazón de pollo le han visto la cara nuevamente. No sé, sí, de veras, Daniel Ángel Ramírez y su hijo Darwin sean dos más de tantos personajes a los que la vida trata a base de pura bofetada.
Yo he hecho mi parte. ¿Tuvo buen destino mi dinero? No lo sé. Espero que sí.
Con suerte, chance y hasta eran un par de ángeles que inspeccionaban qué tal andaba en cuestión de sentimientos. Espero -¡ejem!- haber salido airoso de la prueba.