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Reflejos del ángel

Superiberia

 

Durante décadas, en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en la Torre de Humanidades, caminando rumbo a la puerta junto a la que permanece un busto de Dante Alighieri, podía verse a un hombre elegante no sólo por el traje oscuro y la leontina, al que solía acompañar por lo menos una mujer, que mantenía un paso mesurado que no obedecía únicamente a su cambate contra la ceguera, cuya presencia, a pesar de su voluntad y su discreción, se imponía como un espectáculo; ese hombre era Rubén Bonifaz Nuño.

La universidad era uno de sus lugares naturales. Consideraba que era universitario desde que se inscribió en segundo año de primaria -no requirió cursar el primero porque su madre le había enseñado a leer, a escribir y las operaciones aritméticas elementales- en una escuela que era dependencia de la Universidad Nacional, en la cual también estudió derecho, fue profesor, investigador y editor; en ella leyó, escribió, tradujo, conversó y acaso se enamoró cotidianamente como una prueba de la fugacidad que lo obsesionaba; en ella perdura como algo más que un fantasma, como algo más que un hombre cuyo destino ha sido uno de los que han conformado el de la UNAM, como un escritor más leído que estudiado…

En La letra E, Augusto Monterroso lo recordaba en el Instituto de Investigaciones Filológicas; “sobre su escritorio, siempre lleno de cartas, telegramas, libros y folletos, distingo claramente un grueso volumen. Busco el título: Tito Lucrecio Caro De la natura de las cosas, en la versión de Bonifaz que ha venido trabajando desde hace varios años”. Monterroso escribió asimismo que “el título dice así, la Natura, no la Naturaleza, como se ha traducido tradicionalmente, pero Bonifaz prefiere, desde que comenzó a traducir a esos autores, usar hasta donde le es posible los términos españoles que ajustándose más a los latinos siguen siendo español, y de esta manera los Carmina de Catulo en su versión original siguen siendo Cármenes en la traducción de Bonifaz, y no “poemas” o “poesías”. Para él, pues, De rerum natura es la natura de las cosas, y el español, su español, es tan rico que puede ser latín y español al mismo tiempo, aunque en este caso uno se haya acostumbrado ya tanto a la natura de naturaleza que natura venga a constituir un lujo que Bonifaz ha adquirido todo derecho a permitirse, y se lo comento. Pero él sólo sonríe”…

Con el rigor con el que traducía a Lucrecio, a Catulo, a Virgilio, a Horacio, la Ilíada, desde los sonetos que conforman su primer libro, La muerte del ángel, Bonifaz Nuño sonó deseosamente con la poesía; “la soledad te busca en mis sentidos”.

En la entrevista que ensayó consigo mismo, incitado por Ignacio Trejo Fuentes e Ixchel Cordero Chavarría, confesó que “cuando escribo versos soy totalmente libre de hacer lo que se me da la gana, sin estorbar o molestar a nadie, sin pedir una recompensa por eso, es decir, es el acto completamente libre de mi vida y en muchos casos, el acto alegre”.

Paradójicamente aseguraba que esa libertad procedía de la forma, que el soneto, por ejemplo” se hace solo, uno se plantea las rimas y los versos se van haciendo para llenar la forma”. Como un juego, Bonifaz practicó diversas formas, muchas de ellas populares y algunas adoptadas de las formas latinas. “Yo nunca escribo para los ojos”, decía, “sino para la oreja. Lo que considero fundamental de los versos es el sonido. Hay en latín una estrofa que se llama alcaica, formada por dos endecasílabos, alcaicos precisamente, un eneasílabo y un decasílabo. He tomado de esta estrofa los ritmos de los dos últimos versos, que son de nueve y de diez sílabas y prácticamente todo lo que he escrito en los últimos años va en esos ritmos que juegan armoniosa y fácilmente. No se siente que sean versos medidos, más bien pretendo que se sienta una especie de corriente rítmica con la combinación de nueve y de diez”.

Rubén Bonifaz Nuño confesaba que el libro que más quería era Calacas; “ahí hice algo que me dio mucho placer: está escrito en un tono de pelado mexicano. Ahí están citados Horacio, Virgilio, Homero, Quevedo, el Anónimo Sevillano, Jorge Manrique, Manuel Gutiérrez Nájera, el Cantar de los Cantares; es mi poema más desnudo y más eruditamente de pelado mexicano”.

Fue el último libro que publicó. Sin prescindir de un humor natural, en él no sólo convergen las obsesiones que cultivó pacientemente, sino que representa su combate contra la Calavera, la Dientona, que embestía “en guerra contra un montón de harapos”, y que lo atacó con parsimonia con

El vacilón de tus bacilos,

la virulencia de tus virus,

tus reumas, tus arterioesclerosis

el resbalón y la caída

en el baño, pones en alerta

ante mí, maldita Dientona. 

Rubén Bonifaz Nuño murió el pasado jueves 31 de enero a los 89 años de edad en el Distrito Federal mexicano.

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