Ayer hace 100 años, un domingo como hoy, “todos fuimos sorprendidos con el insólito tronar de las ametralladoras y el imponente rugir de los cañones”, escribió Jesús Colín Castañeda.
Habían pasado apenas 15 meses de iniciado el mandato del presidente Madero cuando varias secciones de la guarnición de la capital se sublevaron, liberaron a los presos Félix Díaz y Bernardo Reyes y trataron de tomar el Palacio Nacional, pero como no pudieron, se refugiaron en La Ciudadela, dando así inicio a lo que se conoce como “La decena trágica”, 10 días de una cruenta guerra civil.
La historia de los que peleaban por el poder se conoce: la muerte del general Reyes, la traición de Victoriano Huerta, los asesinatos de Madero y Pino Suárez. Aquí lo que me interesa es otra cosa: es recordar a los ciudadanos comunes y corrientes, que sin deberla ni temerla fueron las víctimas de esas ambiciones.
Así lo describió un testigo, el señor Dib Moritllo, inmigrante libanés recién asentado en la capital, abuelo del actual procurador General de la República: “Un domingo nos levantamos temprano para salir con rumbo cerca de la colonia Roma. Como a las siete una persona había salido a la calle y regresó y dijo que en el Zócalo había un movimiento militar y que no pudo saber lo que había. Vimos que el Zócalo estaba rodeado de soldados con carabina en mano, lo mismo en los altos del Palacio Nacional, en la Catedral y sus altos campanarios y las azoteas de las casas cercanas. Nosotros fuimos y abordamos el tren eléctrico y un momento más tarde oímos fuertes tiroteos y los disparos de los cañones. El Zócalo se llenó de muertos y heridos. En los 10 días que duró la lucha hubo muchas pérdidas de vida en el Ejército y en el público. Grandes edificios fueron derribados por las balas de los cañones. El público no podía salir a ningún lado para arreglar sus asuntos domésticos, sólo podía hacerlo en las dos horas diarias que daban los combatientes como horas de descanso. Un día en esas horas de descanso yo y mi señora salimos y dimos una vuelta caminando hasta llegar cerca de los combatientes y vimos los montones de muertos que estaban listos para quemarlos con gasolina.”
Hubo tantos muertos que alguien escribió que “había cadáveres por todas partes, en los jardines, en las plazas desiertas, en los atrios de los templos, al pie de las paredes, en las avenidas desoladas, debajo de las ruinas, en los quicios de las puertas.” A la mamá de Colín le impresionó que “hasta la fuente grande estaba roja con la sangre de los que habían caído adentro”. José Fuentes Mares dijo haber visto “más de 500 muertos dispersos por las calles.”
¿Quiénes eran esos muertos? “Desde léperos y vendedores ambulantes hasta damas pacatas que salían de su misa dominical; soldados leales y rebeldes”, escribió Fuentes Mares. Eran personas que vivían allí o pasaban haciendo sus asuntos cotidianos: que comprar provisiones, que ir a misa, que cobrar los abonos como escribió un comerciante, que hacer una visita, que pasear. Colín dice que muchos de los muertos eran de esos curiosos que siempre brotan apenas sucede algo que llama la atención.
¿Y qué sucedía con esos cadáveres? Según el novelista Luis Spota: “Se pudrían en la luz azafrán del atardecer. Casi en cada esquina ardían piras de cuerpos humanos. La humareda permanecía flotando dos o tres metros por encima del nivel del pavimento. El hedor caliente recordaba el de los muladares y las moscas”.
Dicen que hay que conocer la historia para no repetir los errores. Pues bien, lo que aquí queda claro es que la gente común es la que paga el pato de los pleitos entre los que quieren el poder. Son (somos) la carne de cañón, los que pasan hambre, los que pierden sus pertenencias e incluso la vida. Esto hay que recordarlo porque vale para hace 100 años y también para hoy.